Ausentarse

La crisis de la atención en las sociedades contemporáneas

 

Zapping, multitarea y scrolleo constante, intolerancia al silencio, incapacidad de recogimiento y concentración, distracción crónica e indiferencia permanente al entorno más inmediato…

Hoy en día nunca estamos en lo que estamos.

¿Es esta crisis generalizada de la atención otra manifestación más de la «crisis de presencia» de nuestra época? La crisis de la presencia nos habla de una dificultad de acceso a la experiencia del presente. Vamos a verlo más despacio.

El modelo dominante de ser es el «sujeto de rendimiento»: constantemente movilizado, disponible y conectado, siempre gestionando y actualizando un «capital humano» que somos nosotros mismos (capacidades, relaciones, marca personal), obligadamente autónomo, independiente y autosuficiente, flexible y sin «cargas».

Este sujeto de rendimiento nunca está en lo que está, sino más allá. Más allá de sí mismo, más allá de los lazos que le atan, más allá de las situaciones que habita: en constante autosuperación y competencia con los demás, forzando al mundo para que rinda más y más. El presente que vive sólo es un medio de otra cosa: algo mejor que nos aguarda después, luego, más tarde. Nos creemos muy ateos, pero vivimos religiosamente en diferido, sacrificando a chorros el presente en nombre de una salvación para mañana.

Este sujeto de rendimiento entra hoy en crisis por todas partes, tanto dentro como fuera de nosotros mismos: se multiplican los problemas sociales y ecológicos, las fisuras, las averías y los malestares íntimos (ataques de pánico y ansiedad, cansancio y depresión). Es decir, no somos capaces de ser según las formas de ser dominantes. ¿Qué se puede hacer con estas crisis?

Podemos simplemente buscar «prótesis» que nos permitan tapar los agujeros y seguir con el ritmo de la productividad incesante: terapias, pastillas, mindfulness, dopajes varios, intervalos de descanso y desconexión para quien pueda permitírselos, adicciones, afectividades compensatorias, consumo de identidades, de intensidades, de relaciones, chutes de autoestima (reconocimiento, likes), etc.

Podemos volver nuestro sufrimiento contra nosotros mismos o los demás: autoagresión, lesiones, rabia reactiva, resentimiento y búsqueda de un chivo expiatorio, de un «culpable» de lo que nos pasa.

Podemos buscar también formas de borrarnos del mapa. Frente al mandato de «siempre más» del sujeto de rendimiento, ensayar una retirada radical. «La vida no me interesa ya, hace demasiado daño, sin embargo no me quiero morir». David Le Breton llama «blancura» a ese estado y repasa las diferentes maneras que hay de mantenerse lejos del mundo para no ser afectados por él: no ser nadie, librarse de toda responsabilidad, no exponerse, hibernar, dormir tal vez soñar, pero en todo caso nunca estar…

Frente al yo como unidad productiva siempre movilizada, desaparecer. Desaparecer en tu cuarto propio conectado (el hikikomori), desaparecer en el exceso de alcohol y velocidad, desaparecer en una secta, desaparecer en la anorexia, desconectarse, desafiliarse, abdicar: no ser.

La «blancura», como fuga a un no lugar y huelga de identidades, es ambivalente: puede cronificarse, puede ser tan sólo una prótesis (tras un periodo de desaparición, volvemos con las pilas recargadas) o puede ser tal vez un principio de resistencia y bifurcación existencial.

La crisis de la presencia es pues circular. Hay ausencia en el modo de ser hegemónico: el sujeto de rendimiento que corre y corre distraído hacia algo más allá. Hay ausencia en los síntomas de nuestra inadecuación al modelo: el malestar expresado en los desórdenes de la atención. Hay ausencia en las respuestas que elaboramos al daño: las formas de anestesia e insensibilización radical.

No estamos en lo que estamos porque tampoco el mundo está donde está. Se organiza desde principios abstractos que lo fuerzan exteriormente: rendimiento, capitalización, acumulación. La recuperación de la atención es inseparable de un proceso más amplio de transformación social. De creación -entre el ser y el no ser, entre el sujeto productivo y la blancura- de otras formas de estar en el mundo. De estar-ahí, de estar presentes y en el presente, de estar atentos.

La atención como trabajo negativo

Estar presentes es estar atentos. Pero, ¿qué es la atención? Para pensarla, hay que salir antes que nada del modelo exclusivo de la lectura: actividad única, lineal, concentrada en una sola tarea, solitaria. La lectura es una forma de la atención, no el ejemplo de toda atención.

La atención es, en primer lugar, un trabajo negativo: vaciar, quitar cosas, de-saturar, suspender, abrir un intervalo, interrumpir… Es Simone Weil, la pensadora por excelencia de la atención, quien ha sabido ver y explicar mejor esto.

En un texto maravilloso, pensado como inspiración para los profesores y las alumnas de un colegio católico, Weil afirma que la formación de la atención es el verdadero objetivo del estudio y no las notas, los exámenes, la acumulación de saber o de resultados.

Weil distingue atención de concentración o «fuerza de voluntad»: apretar los dientes y soportar el sufrimiento no garantiza nada a quien estudia, porque el aprendizaje no puede ser movido más que por el deseo, el placer y la alegría. La atención es más bien una especie de «espera» y de «vaciamiento» que permite acoger lo desconocido.

Atender es en primer lugar dejar de atender a lo que supuestamente debemos atender: detener radicalmente la atención codificada, programada, automatizada y guionizada de la búsqueda de logros, objetivos o rendimiento.

«La atención consiste en suspender el pensamiento, en dejarlo disponible, vacío y penetrable al objeto, manteniendo próximos al pensamiento, pero en un nivel inferior y sin contacto con él, los diversos conocimientos adquiridos que deban ser usados».

Hay que vaciarse de a prioris para volvernos capaces así de atender (escuchar, recibir) lo que una situación particular nos propone y tiene para entregarnos. Vaciarse no significa olvidar o borrar lo aprendido, sino más bien ponerlo entre paréntesis para poder captar así la novedad y la singularidad de lo que viene.

¿Cómo vaciarse? Simone Weil anima por ejemplo a reconocer la propia estupidez, a volver una y otra vez sobre nuestros errores para bajarle los humos al orgullo: el orgullo es un obstáculo para el aprendizaje, sólo aprende quien se deja «humillar» por lo que desconoce.

«La mente debe estar vacía, a la espera, sin buscar nada, pero dispuesta a recibir en su verdad desnuda el objeto que va a penetrar en ella… El pensamiento que se precipita queda lleno de forma prematura y no se encuentra ya disponible para acoger la verdad. La causa es siempre la pretensión de ser activo, de querer buscar».

Atender es aprender a esperar, una cierta pasividad. Todo lo contrario de los impulsos que nos dominan hoy día: impaciencia, necesidad compulsiva de opinar, de mostrar y defender una identidad, falta de generosidad y apertura hacia la palabra del otro, intolerancia a la duda, googleo y respuesta automática, cliché…

El embotamiento actual de la atención está relacionado con estas formas de saturación. Una buena maestra empieza entonces por vaciar: bajar las defensas, abrir los corazones y los espíritus, ayudar a desamarrarse de las propias opiniones, a cogerle el gusto a explorar lo desconocido, sin miedo, ni ansiedad, en confianza. Esta atención no se «enseña», sino que se ejercita. Se enseña mediante el ejemplo y la práctica.

Atender a lo que pasa

En segundo lugar, la atención es la capacidad de entender lo que pasa. Pero, ¿qué es lo que pasa? Dos cosas al menos.

-Por un lado, lo que pasa no es lo que decimos que pasa: lo que declaramos, lo que significamos, las ideas que tenemos. Decimos una cosa y está pasando otra.

Lo que pasa es del orden de las energías, de las vibraciones, del deseo. El deseo se malentiende mucho hoy como capricho volátil o búsqueda de un objeto que falta, pero lo comprenderemos mejor si lo pensamos como una fuerza que nos pone en movimiento, que nos hace hacer, que da lugar. Deseo es lo que pasa. Atención por tanto es la capacidad de escuchar y seguir el deseo: de atenderlo, de inventarle formas para que pase.

Por ejemplo el deseo de pensar en una situación de aprendizaje. El deseo de dar y recibir amor en una situación amorosa. El deseo de transformación en una situación política.

Atender a lo que pasa es entender y encender las ganas, eso a lo que cada cual se anima en un aula, en una relación, en una revolución. Denise Najmanovich, investigadora argentina, me avisa de que la etimología de atención tiene que ver con la yesca, lo que necesitamos para encender una llama (y se trata de avivarla una y otra vez).

Atención al ritmo y no sólo al signo: lo que pasa no es lo que decimos, lo explícito, lo codificado. Atención a los detalles: lo que pasa es singular y no el caso de una serie previa. Atención al proceso: lo que pasa varía, tiene mareas altas y bajas, no es siempre igual.

-Por otro lado, lo que pasa pasa «entre» nosotros. La atención no es (sólo) concentración o recogimiento en uno mismo: estar concentrado en uno mismo puede ser de hecho a veces la mejor manera de no poner atención y salirse de una situación.

En un aula, en una relación, en una revolución, atención es atención a la energía que está pasando «entre» nosotras. Una sensibilidad transindividual.

Una atención «convergente» o «ecológica» dice el francés Yves Citton en un libro estupendo sobre el tema: la atención de uno interfiere con la de los otros, miramos y atendemos lo que los demás miran y atienden, cada situación es una trama compleja de vínculos y la atención es capacidad de percibir esa trama relacional, ese sistema de resonancias. Incluso la menor de las conversaciones requiere activar esta atención convergente si no queremos que sea sólo una sucesión de monólogos.

Enchufados

Estamos en lo que estamos cuando estamos atentos. Sin distancia e implicados, vibrando con la energía de la situación, «enchufados» como dicen los comentaristas de tesis sobre tal jugador o tal jugadora que están «muy metidos» en el partido.

Estamos implicados cuando estamos afectados por lo que pasa: algo nos toca, algo nos llama, algo nos conmueve. Lo que «nos mete» en una situación es del orden del afecto. No por nada decía Platón que el buen maestro no enseña el objeto de conocimiento, sino antes que nada el amor por el objeto de conocimiento. Es capaz de afectar.

Atención es la facultad necesaria para sostener situaciones de no saber, situaciones no organizadas por un modelo, un código previo o un algoritmo: situación de aprendizaje, situación amorosa o situación de lucha. Es la capacidad sensible que nos permite leer señales no codificadas: energías, vibraciones, deseo. Sin atención, es decir sin trabajo negativo y escucha de lo que pasa, la situación se estandariza rápidamente y repite una imagen previa: aula vertical, pareja convencional, política clásica.

No hay personas más inteligentes que otras dice el filósofo Jacques Rancière, sino que hay atención y distracción. Hay situaciones de atención y situaciones de distracción, situaciones que activan nuestra atención y situaciones que la apagan. Inteligencia es atención, estupidez es distracción. Nos volvemos inteligentes cuando estamos dentro de lo que vivimos y estúpidos cuando nos salimos.

Nuestro mundo está compuesto mayoritariamente de situaciones estupidizadoras que nos sacan del partido: situaciones de representación donde delegamos en otros (medios de comunicación, políticos) nuestras potencias de atención, situaciones de mercado regidas por principios abstractos y homogéneos (rendimiento, lógica de beneficio), situaciones codificadas donde algoritmos desconocidos organizan los comportamientos, las elecciones y los gustos.

En nuestra mano queda abrir situaciones singulares de pensamiento, lucha y creación donde volvernos juntos más inteligentes activando la atención a eso que pasa entre nosotros.

 

https://www.eldiario.es/interferencias/crisis_de_atencion_6_887921222.html

Dejar de viajar

Parece que los seres humanos tendemos hacia lo complejo en lugar de hacia lo simple. Nos parece que cuando la respuesta a nuestras preguntas es demasiado sencilla, no es válida. En los últimos días hay una idea que me está volando la cabeza porque de tan obvia se han convertido en un gran descubrimiento de esos que me gusta repetir hasta la saciedad. Y es ésta:

“All you need, you already have.”

Tan simple que me asusta comprobar que lo he estado pasando por alto durante todo este tiempo aquí, en Madrid. Esta mañana en lugar de encender el ordenador salgo al jardín, preparo café, cierro los ojos al murmullo de pájaros: tengo que aceptar que esto no es una selva y que aun así es bueno. Es lo que tengo, y es suficiente.

Estos días pienso bastante en que me siento feliz de haber perdido un avión y de estar todavía aquí y de si eso significa que estoy pensando en dejar de viajar. Igual que cuando escribo, a través de este tipo de hipótesis mentales intento explorar mundos que normalmente no habito o que no comprendo o que nunca antes me habían llamado la atención lo suficiente como para dedicarles unas líneas.

Porque quiero decirlo: dejar de viajar no es dejar de viajar. No solo. Es cambiar mi elección vital primordial por otra. Es mover mi punto de mira al mundo hacia otro lugar. Reordenar mi escala de valores de principio a fin. Cosas que no se hacen de un día para otro. Es destruirse en la idea que tenemos de nosotros mismos (casi siempre errónea, por cierto) y construir otra de cero.

Dejar de viajar significaría: elegir solo una o dos actividades en las que invertir mi tiempo (mi fuerza de trabajo) y comprometerme con ellas.

Dejar de viajar significaría definir de una vez qué significa para mí conceptos molestos como “éxito”o “dinero”.

Dejar de viajar significaría aceptar los fracasos sin huir cada vez que todo parece que se hunde (aprender a salvar naufragios).

Dejar de viajar significaría involucrarme emocionalmente con otras personas aún cuando se pasan esos primeros momentos de amor absoluto e incondicional. Cuando el amor se hace realidad, rutina, parte de dos vidas y empieza a mostrar también lo intrascendente.

Dejar de viajar significaría enfrentarme a la idea de que creo que soy demasiado cambiante para estar en un solo lugar haciendo una sola cosa, pero no es verdad (ok, sí lo es, pero se ha convertido en una excusa para no llevar hasta el final nada de lo que comienzo).

Dejar de viajar significaría atreverme a bucear en cada experiencia hasta tocar el fondo. Y llevar algo hasta su término siempre entraña dolor, pérdida, sobresfuerzo (alegría, satisfacción, nostalgia).

Dejar de viajar significaría ser mucho más valiente de lo que soy y he sido hasta ahora. Mi modus operandi ha sido el de estar siempre yéndome, así podía vivirlo todo intensamente, extremamente, y después, cuando deja de ser estas cosas, evitar las decepciones (asumir que prefiero perderlo todo, salvo la idea de que la realidad es mágica y que nada llega nunca a romperse)

Algunos amigos están regresando a casa después de sus viajes larguísimos y me siento reflejada en ellos: me gusta leer acerca de esa incertidumbre al qué habrá allí en mi país, qué dejé de mí allí, sumada a la emoción por reencontrarte con aquello que solemos llamar “nuestra gente” o por volver a algunas rutinas hermosas como el Cine Doré o las librerías o la música en directo o el callejeo espontáneo cualquier día de la semana o por empezar nuevos proyectos (sobre todo esto). Estoy segura de que ya saben que volver sí es una gran hazaña, y no marcharse, porque de aquí es mucho más difícil escapar. Después de estos meses en casa siento que puedo hablar en retrospectiva de las cosas que me han pasado y que no me han pasado sin parecer ñoña o depresiva o entrar en estado de pánico. Volver se parece mucho a cuando se termina un primer amor, químicamente hablando: al principio nos sobreviene la euforia de regresar a lo antiguo (la libertad, el ser solamente uno mismo, tomar todas las decisiones por y para ti, en el caso de las relaciones de pareja; las antiguas rutinas, las casas a solas, la calidez de la familia y los amigos en el caso del viaje, las ciudades redescubiertas) pero después de ese subidón inicial llega la carencia: se extraña todo, hasta el peligro, hasta las duchas heladas. Sobre todo se extraña la sensación de que todo es posible, la sensación de que cualquier pequeño acto del día a día puede cambiar todo lo que ocurra a partir de ahí. Coger este u otro autobús, parar en este o en otro pueblo lo condiciona todo, bifurca los caminos y moldea el futuro. Para mí volver fue encerrarme con estos pensamientos, con mis “nuevos valores” y mis “nuevas ideas sobre el mundo” y ponerme a confrontarlas una y otra vez con lo que veía a mi alrededor, hasta el punto de que todo aquí empezó a parecerme extraño (y erróneo). Tan obstinada como siempre, hasta la herida. Marina contra el mundo en una batalla que yo misma me había inventado, en lugar de convertirme en agua y adaptarme a todo lo que tuviera que venir. A veces siento que incluso mi ética personal se estaba poniendo en mi contra: el “no al trabajo alienado” terminó convirtiéndome en ermitaña, el “no a los grandes comercios”, el “no al plástico”, en salmón a contracorriente (que me sigue pareciendo bien, viene al caso decirlo, pero exento de ese nazismo que había adoptado), el“no a la superficialidad de las conversaciones del día a día”, en una arisca impenetrable. Si tengo en cuenta que había tardado un año y medio en deshacerme de todo eso que formaba parte de mí y mi cultura, era obvio que no iba a ser tan sencillo de repente llegar a casa, irme de compras, ponerme a comer carne, hablar de los programas de la tele o de los famosos, preocuparme por mi dieta o mis zapatos (descalza) o por lo que me parecían solo banalidades, firmar un contrato de trabajo con cualquier empresario sin alma etc. Parecen tonterías pero no lo son: cada pequeña decisión diaria cuenta. (Cosas que ahora hago y que he re-aprendido a disfrutar.)

La conclusión es que me dediqué a aislarme absolutamente y a pelearme con mi idea del mundo, con todos y con todo. Y no salió tan bien. Hubo mucho pánico y muchos rituales de fuego para sentirme mejor y muchas dudas y mucha pérdida de referencias, y muchos libros (escapar) y mucho sueño (escapar).

Por eso dejar de viajar también significaría preguntarse cuáles son las desventajas de elegir el viaje como modo de vida (algo que sin duda haríamos si decidiéramos ser cualquier otra cosa). Para mí la principal desventaja es sentir que viajar también es una especie de parche muy útil que nos permite tapar los agujeros feos. Por ejemplo: obsesionarse con el futuro o con el pasado (“de viaje” todo es presente) (A le dijo a G que la depresión es exceso de pasado y, la ansiedad, exceso de futuro: qué sencillo era entenderlo). Por ejemplo: la incómoda sensación de tener que elegir solo un camino y dejar que todas las demás opciones vayan perdiendo paulatinamente su brillo (el coste de oportunidad de la vida) (viajar te hace sentir poderoso: “puedo tenerlo todo”). Por último: viajar también es el espacio de recreo donde los niños (nosotros) juegan y se divierten, inventan sus ficciones y las viven hasta que suena el timbre de vuelta a clase.

Entonces volvemos a nuestros países, ciudades y casas y no es todo tan sorpresivo y bello.

Nos chocamos de frente con eso que llaman “realidad” y que no es la realidad porque la realidad también fue el viaje, eso hay que dejarlo claro (vivir en viaje no es vivir en Babia). El movimiento nos cambia tanto como nos seduce. A lo que volvemos cuando regresamos es a la complejidad de nuestras propias vidas. Vivir de viaje es también pasarle resbalando a los problemas, las preocupaciones, los amores, los inviernos. Si un chico deja de gustarme separamos caminos. “Estamos de viaje, que te vaya bonito, no sabes cuánto te quiero, adiós”. También siento que esa superficialidad de la que tanto me quejo en Madrid existe en lo que yo había creído la panacea del mundo moderno: salir a aprender y conocer y recorrer y dejarlo todo atrás. Muchas veces entrando en la dinámica del “nada me llega hondo”, olvidándonos de que las personas que cruzamos no serán solo personajes de nuestras historias que contaremos tantas veces como nos dejen, que las huellas que dejamos deben ser profundas y no leves.

Pero lo cierto es que no es así. Ayer recibí un mensaje de un chico con el que estuve un tiempo relativamente corto para la “vida real” o enorme para la “vida de viaje”. Cuando estuvimos juntos parece que él tenía novia y que le mintió y ella después descubrió nuestros mensajes y fotos y la canción que me compuso, y todos esos planes inconcretos pero tan hermosos que se hacen a la mañana se hicieron públicos y dolieron allá: el pasado, esa huella leve, se hizo real de nuevo, pero esta vez en otro contexto, para otras personas. El problema es que ese mensaje estaba tan exento de él y de mí: como si en lugar de vivir aquella historia juntos nos hubiéramos sentado en un sofá y la hubiéramos visto por la tele. Durante el tiempo que compartimos no dudábamos de la hondura de nuestros sentimientos. Explotábamos de amor, era hermoso, hacíamos planes. Pero con el tiempo se hace evidente que dejamos una huella muy leve. Yo también siento que viví aquello por televisión y no en mi piel. Cuando viajamos, y eso es triste también, y esto ocurre no solo con el amor, no creamos el mundo mano a mano con los que habitan los lugares. Los observamos desde fuera. Y aunque nosotros tengamos la sensación de haber dado mucho y haber recibido mucho, en realidad no logramos traspasar ni siquiera la primera de las cortezas emocionales/culturales de lo que vivimos.

El viaje: un parche. Cogemos un avión y de pronto todo se convierte en anécdota.

Digo todo esto porque del mismo modo que fuimos los primeros en narrar en directo y desde las entrañas la gran aventura de irse por ahí en plan valientes, dejándolo todo atrás, viviendo de lo que nos diera la Pachamama, también somos los primeros en volver de nuestros grandes viajes-sueños y poder contar lo que se ve después de haberlo vivido. Antes de la era de los blogs se contaba lo bonito, el documental, lo exótico, pero no las dudas, los cambios interiores de mierda, las luchas y las batallas autoinflingidas. Eso formaba parte de la intimidad. El cuanto el viaje terminaba, chau. Parece que diéramos volviéramos a nuestros lugares tal y como éramos antes, pero no. El viaje te cambia y el mundo al que pertenecías cambia mientras tanto, quizá más despacio o quizá en el sentido contrario a ti y esto se lo contaban a los amigos quizá o al psicólogo pero no públicamente. Ahora, no sé, puestos a levantar las tapas a los diarios, por qué no contarlo todo. Esto también es experiencia. Igual que nos dedicamos a narrar lo genial que se siente viviendo al día, sin pensar en nada más que en la libertad embriagándonos completamente, también podemos contar lo que no es tan bonito (pero igualmente interesante e importante, en mi opinión: la historia desde todos sus ángulos. Lo verdaderamente duro de viajar, que casi siempre es volver a casa y superar el tsunami emocional que se llega.)

Cuando llevaba unos meses en Madrid una amiga me dijo, en respuesta a mis lloriqueos por lo desubicada que me sentía en esta ciudad (viviendo en el barrio de Malasaña, donde todo son tiendas vintage y de chorradas modernas, tan exento de “comunidad” —de mi idea de comunidad), que los que volvíamos de un gran viaje siempre lo hacíamos como si nos creyéramos especiales. Como si nos tuvieran que aplaudir. Yo le decía de lo difícil que me resultaba conectar con los demás porque, siendo claros, mis historias sobre tomar ayahuasca en la selva son entretenidas y mágicas y esas cosas de lo exótico, pero a los demás les importa una mierda que yo me hubiera vuelto una excéntrica yerbera, o no saben de qué estoy hablando y por ende llegamos al mismo punto medio cuentacuentos en el que no se produce un intercambio. A mí me apetecía echarle la culpa a Madrid, el capitalismo y la modernidad, y lo cierto es que en esa obstinación iba abriendo cada vez más la brecha: sí, claro que me creía especial, obviamente, y aún me siento especial y eso no creo que cambie, porque me siento bien en mi piel y me gusta cómo es mi vida. Pero más allá de la frasecita, entendí que lo que quería decir es que todo aquello que aprendí de viaje, lo olvidé al regresar: abrir los ojos y cerrar la boca. Cuando estamos por ahí reducimos nuestro umbral de prejuicios, lo aceptamos todo sin ponerlo en duda, nuestro afán de poseer la verdad única se va perdiendo y simplemente aceptamos lo que vemos sin filtrarlo primero por nuestra experiencia personal y nuestras ideas sobre el bien y mal. Pero volvemos a casa y todo lo ponemos en duda otra vez. Olvidamos lo aprendido. Nos quejamos de todo, con cara de perritos mojados o de niños enfurruñados. (Pero en nuestra defensa diré que todo esto ocurre mientras tratamos de conservar la persona que somos ahora adentro del disfraz de nuestros yos de antes, los que todos conocen, esperan y buscan. Volver también es matarse a uno mismo.)

A lo que me refiero con toda esta chapa es que viajar es solo una opción más para vivir y, como tal, también tiene su mierda y sus cosas hermosas. No se lo recomiendo a todo el mundo, como no le recomendaría a todo el mundo ser funcionario del Estado o estrella del rock. También hay que saber que viajar entraña pérdidas grandes. ¿Nos merece la pena pasarnos la vida deseando lo que no tenemos los que viajamos así, intermitentemente, quemando nuestras naves cada vez? Siempre nos falta la casa, la comunidad (lo que más), la sensación de compromiso con lo que nos rodea (o siempre me falta a mí, no sé), un plan de futuro, una elección que nos defina y represente (ese “ser algo” que sabemos que realmente no funciona, que también nos causa frustración, pero que ayuda a salir del paso cuando estamos muy perdidos). ¿Me merece la pena seguir eligiendo el movimiento como modo de vida? Pues de momento sí. Quizá es que todos estos viajes tienen el objetivo inconsciente de buscar eso que me falta: ese lugar que sienta por fin hogar. O no, y simplemente es que la adrenalina que me produce enfrentarme cada día a lo desconocido es demasiado deliciosa y mi cerebro ya la ha aceptado como droga favorita de todas las que existen sobre la faz de la Tierra.

Pero después pienso que lo importante estaba en lo sencillo: “all you need, you already have it” y quiero quemar todo esto, cerrar los ojos y simplemente dejarme envolver por el murmullo de pájaros que viven en mi jardín.

 

Marina. http://heyheyworld.com/dejar-de-viajar/

El demonio

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