grace kelly blues

Niña buho

Chloe Bird.

Relatos 23

«La sinceridad contigo mismo, el aceptar cómo te sientes y hacer participe al otro de eso.»

Dejar de viajar

Parece que los seres humanos tendemos hacia lo complejo en lugar de hacia lo simple. Nos parece que cuando la respuesta a nuestras preguntas es demasiado sencilla, no es válida. En los últimos días hay una idea que me está volando la cabeza porque de tan obvia se han convertido en un gran descubrimiento de esos que me gusta repetir hasta la saciedad. Y es ésta:

“All you need, you already have.”

Tan simple que me asusta comprobar que lo he estado pasando por alto durante todo este tiempo aquí, en Madrid. Esta mañana en lugar de encender el ordenador salgo al jardín, preparo café, cierro los ojos al murmullo de pájaros: tengo que aceptar que esto no es una selva y que aun así es bueno. Es lo que tengo, y es suficiente.

Estos días pienso bastante en que me siento feliz de haber perdido un avión y de estar todavía aquí y de si eso significa que estoy pensando en dejar de viajar. Igual que cuando escribo, a través de este tipo de hipótesis mentales intento explorar mundos que normalmente no habito o que no comprendo o que nunca antes me habían llamado la atención lo suficiente como para dedicarles unas líneas.

Porque quiero decirlo: dejar de viajar no es dejar de viajar. No solo. Es cambiar mi elección vital primordial por otra. Es mover mi punto de mira al mundo hacia otro lugar. Reordenar mi escala de valores de principio a fin. Cosas que no se hacen de un día para otro. Es destruirse en la idea que tenemos de nosotros mismos (casi siempre errónea, por cierto) y construir otra de cero.

Dejar de viajar significaría: elegir solo una o dos actividades en las que invertir mi tiempo (mi fuerza de trabajo) y comprometerme con ellas.

Dejar de viajar significaría definir de una vez qué significa para mí conceptos molestos como “éxito”o “dinero”.

Dejar de viajar significaría aceptar los fracasos sin huir cada vez que todo parece que se hunde (aprender a salvar naufragios).

Dejar de viajar significaría involucrarme emocionalmente con otras personas aún cuando se pasan esos primeros momentos de amor absoluto e incondicional. Cuando el amor se hace realidad, rutina, parte de dos vidas y empieza a mostrar también lo intrascendente.

Dejar de viajar significaría enfrentarme a la idea de que creo que soy demasiado cambiante para estar en un solo lugar haciendo una sola cosa, pero no es verdad (ok, sí lo es, pero se ha convertido en una excusa para no llevar hasta el final nada de lo que comienzo).

Dejar de viajar significaría atreverme a bucear en cada experiencia hasta tocar el fondo. Y llevar algo hasta su término siempre entraña dolor, pérdida, sobresfuerzo (alegría, satisfacción, nostalgia).

Dejar de viajar significaría ser mucho más valiente de lo que soy y he sido hasta ahora. Mi modus operandi ha sido el de estar siempre yéndome, así podía vivirlo todo intensamente, extremamente, y después, cuando deja de ser estas cosas, evitar las decepciones (asumir que prefiero perderlo todo, salvo la idea de que la realidad es mágica y que nada llega nunca a romperse)

Algunos amigos están regresando a casa después de sus viajes larguísimos y me siento reflejada en ellos: me gusta leer acerca de esa incertidumbre al qué habrá allí en mi país, qué dejé de mí allí, sumada a la emoción por reencontrarte con aquello que solemos llamar “nuestra gente” o por volver a algunas rutinas hermosas como el Cine Doré o las librerías o la música en directo o el callejeo espontáneo cualquier día de la semana o por empezar nuevos proyectos (sobre todo esto). Estoy segura de que ya saben que volver sí es una gran hazaña, y no marcharse, porque de aquí es mucho más difícil escapar. Después de estos meses en casa siento que puedo hablar en retrospectiva de las cosas que me han pasado y que no me han pasado sin parecer ñoña o depresiva o entrar en estado de pánico. Volver se parece mucho a cuando se termina un primer amor, químicamente hablando: al principio nos sobreviene la euforia de regresar a lo antiguo (la libertad, el ser solamente uno mismo, tomar todas las decisiones por y para ti, en el caso de las relaciones de pareja; las antiguas rutinas, las casas a solas, la calidez de la familia y los amigos en el caso del viaje, las ciudades redescubiertas) pero después de ese subidón inicial llega la carencia: se extraña todo, hasta el peligro, hasta las duchas heladas. Sobre todo se extraña la sensación de que todo es posible, la sensación de que cualquier pequeño acto del día a día puede cambiar todo lo que ocurra a partir de ahí. Coger este u otro autobús, parar en este o en otro pueblo lo condiciona todo, bifurca los caminos y moldea el futuro. Para mí volver fue encerrarme con estos pensamientos, con mis “nuevos valores” y mis “nuevas ideas sobre el mundo” y ponerme a confrontarlas una y otra vez con lo que veía a mi alrededor, hasta el punto de que todo aquí empezó a parecerme extraño (y erróneo). Tan obstinada como siempre, hasta la herida. Marina contra el mundo en una batalla que yo misma me había inventado, en lugar de convertirme en agua y adaptarme a todo lo que tuviera que venir. A veces siento que incluso mi ética personal se estaba poniendo en mi contra: el “no al trabajo alienado” terminó convirtiéndome en ermitaña, el “no a los grandes comercios”, el “no al plástico”, en salmón a contracorriente (que me sigue pareciendo bien, viene al caso decirlo, pero exento de ese nazismo que había adoptado), el“no a la superficialidad de las conversaciones del día a día”, en una arisca impenetrable. Si tengo en cuenta que había tardado un año y medio en deshacerme de todo eso que formaba parte de mí y mi cultura, era obvio que no iba a ser tan sencillo de repente llegar a casa, irme de compras, ponerme a comer carne, hablar de los programas de la tele o de los famosos, preocuparme por mi dieta o mis zapatos (descalza) o por lo que me parecían solo banalidades, firmar un contrato de trabajo con cualquier empresario sin alma etc. Parecen tonterías pero no lo son: cada pequeña decisión diaria cuenta. (Cosas que ahora hago y que he re-aprendido a disfrutar.)

La conclusión es que me dediqué a aislarme absolutamente y a pelearme con mi idea del mundo, con todos y con todo. Y no salió tan bien. Hubo mucho pánico y muchos rituales de fuego para sentirme mejor y muchas dudas y mucha pérdida de referencias, y muchos libros (escapar) y mucho sueño (escapar).

Por eso dejar de viajar también significaría preguntarse cuáles son las desventajas de elegir el viaje como modo de vida (algo que sin duda haríamos si decidiéramos ser cualquier otra cosa). Para mí la principal desventaja es sentir que viajar también es una especie de parche muy útil que nos permite tapar los agujeros feos. Por ejemplo: obsesionarse con el futuro o con el pasado (“de viaje” todo es presente) (A le dijo a G que la depresión es exceso de pasado y, la ansiedad, exceso de futuro: qué sencillo era entenderlo). Por ejemplo: la incómoda sensación de tener que elegir solo un camino y dejar que todas las demás opciones vayan perdiendo paulatinamente su brillo (el coste de oportunidad de la vida) (viajar te hace sentir poderoso: “puedo tenerlo todo”). Por último: viajar también es el espacio de recreo donde los niños (nosotros) juegan y se divierten, inventan sus ficciones y las viven hasta que suena el timbre de vuelta a clase.

Entonces volvemos a nuestros países, ciudades y casas y no es todo tan sorpresivo y bello.

Nos chocamos de frente con eso que llaman “realidad” y que no es la realidad porque la realidad también fue el viaje, eso hay que dejarlo claro (vivir en viaje no es vivir en Babia). El movimiento nos cambia tanto como nos seduce. A lo que volvemos cuando regresamos es a la complejidad de nuestras propias vidas. Vivir de viaje es también pasarle resbalando a los problemas, las preocupaciones, los amores, los inviernos. Si un chico deja de gustarme separamos caminos. “Estamos de viaje, que te vaya bonito, no sabes cuánto te quiero, adiós”. También siento que esa superficialidad de la que tanto me quejo en Madrid existe en lo que yo había creído la panacea del mundo moderno: salir a aprender y conocer y recorrer y dejarlo todo atrás. Muchas veces entrando en la dinámica del “nada me llega hondo”, olvidándonos de que las personas que cruzamos no serán solo personajes de nuestras historias que contaremos tantas veces como nos dejen, que las huellas que dejamos deben ser profundas y no leves.

Pero lo cierto es que no es así. Ayer recibí un mensaje de un chico con el que estuve un tiempo relativamente corto para la “vida real” o enorme para la “vida de viaje”. Cuando estuvimos juntos parece que él tenía novia y que le mintió y ella después descubrió nuestros mensajes y fotos y la canción que me compuso, y todos esos planes inconcretos pero tan hermosos que se hacen a la mañana se hicieron públicos y dolieron allá: el pasado, esa huella leve, se hizo real de nuevo, pero esta vez en otro contexto, para otras personas. El problema es que ese mensaje estaba tan exento de él y de mí: como si en lugar de vivir aquella historia juntos nos hubiéramos sentado en un sofá y la hubiéramos visto por la tele. Durante el tiempo que compartimos no dudábamos de la hondura de nuestros sentimientos. Explotábamos de amor, era hermoso, hacíamos planes. Pero con el tiempo se hace evidente que dejamos una huella muy leve. Yo también siento que viví aquello por televisión y no en mi piel. Cuando viajamos, y eso es triste también, y esto ocurre no solo con el amor, no creamos el mundo mano a mano con los que habitan los lugares. Los observamos desde fuera. Y aunque nosotros tengamos la sensación de haber dado mucho y haber recibido mucho, en realidad no logramos traspasar ni siquiera la primera de las cortezas emocionales/culturales de lo que vivimos.

El viaje: un parche. Cogemos un avión y de pronto todo se convierte en anécdota.

Digo todo esto porque del mismo modo que fuimos los primeros en narrar en directo y desde las entrañas la gran aventura de irse por ahí en plan valientes, dejándolo todo atrás, viviendo de lo que nos diera la Pachamama, también somos los primeros en volver de nuestros grandes viajes-sueños y poder contar lo que se ve después de haberlo vivido. Antes de la era de los blogs se contaba lo bonito, el documental, lo exótico, pero no las dudas, los cambios interiores de mierda, las luchas y las batallas autoinflingidas. Eso formaba parte de la intimidad. El cuanto el viaje terminaba, chau. Parece que diéramos volviéramos a nuestros lugares tal y como éramos antes, pero no. El viaje te cambia y el mundo al que pertenecías cambia mientras tanto, quizá más despacio o quizá en el sentido contrario a ti y esto se lo contaban a los amigos quizá o al psicólogo pero no públicamente. Ahora, no sé, puestos a levantar las tapas a los diarios, por qué no contarlo todo. Esto también es experiencia. Igual que nos dedicamos a narrar lo genial que se siente viviendo al día, sin pensar en nada más que en la libertad embriagándonos completamente, también podemos contar lo que no es tan bonito (pero igualmente interesante e importante, en mi opinión: la historia desde todos sus ángulos. Lo verdaderamente duro de viajar, que casi siempre es volver a casa y superar el tsunami emocional que se llega.)

Cuando llevaba unos meses en Madrid una amiga me dijo, en respuesta a mis lloriqueos por lo desubicada que me sentía en esta ciudad (viviendo en el barrio de Malasaña, donde todo son tiendas vintage y de chorradas modernas, tan exento de “comunidad” —de mi idea de comunidad), que los que volvíamos de un gran viaje siempre lo hacíamos como si nos creyéramos especiales. Como si nos tuvieran que aplaudir. Yo le decía de lo difícil que me resultaba conectar con los demás porque, siendo claros, mis historias sobre tomar ayahuasca en la selva son entretenidas y mágicas y esas cosas de lo exótico, pero a los demás les importa una mierda que yo me hubiera vuelto una excéntrica yerbera, o no saben de qué estoy hablando y por ende llegamos al mismo punto medio cuentacuentos en el que no se produce un intercambio. A mí me apetecía echarle la culpa a Madrid, el capitalismo y la modernidad, y lo cierto es que en esa obstinación iba abriendo cada vez más la brecha: sí, claro que me creía especial, obviamente, y aún me siento especial y eso no creo que cambie, porque me siento bien en mi piel y me gusta cómo es mi vida. Pero más allá de la frasecita, entendí que lo que quería decir es que todo aquello que aprendí de viaje, lo olvidé al regresar: abrir los ojos y cerrar la boca. Cuando estamos por ahí reducimos nuestro umbral de prejuicios, lo aceptamos todo sin ponerlo en duda, nuestro afán de poseer la verdad única se va perdiendo y simplemente aceptamos lo que vemos sin filtrarlo primero por nuestra experiencia personal y nuestras ideas sobre el bien y mal. Pero volvemos a casa y todo lo ponemos en duda otra vez. Olvidamos lo aprendido. Nos quejamos de todo, con cara de perritos mojados o de niños enfurruñados. (Pero en nuestra defensa diré que todo esto ocurre mientras tratamos de conservar la persona que somos ahora adentro del disfraz de nuestros yos de antes, los que todos conocen, esperan y buscan. Volver también es matarse a uno mismo.)

A lo que me refiero con toda esta chapa es que viajar es solo una opción más para vivir y, como tal, también tiene su mierda y sus cosas hermosas. No se lo recomiendo a todo el mundo, como no le recomendaría a todo el mundo ser funcionario del Estado o estrella del rock. También hay que saber que viajar entraña pérdidas grandes. ¿Nos merece la pena pasarnos la vida deseando lo que no tenemos los que viajamos así, intermitentemente, quemando nuestras naves cada vez? Siempre nos falta la casa, la comunidad (lo que más), la sensación de compromiso con lo que nos rodea (o siempre me falta a mí, no sé), un plan de futuro, una elección que nos defina y represente (ese “ser algo” que sabemos que realmente no funciona, que también nos causa frustración, pero que ayuda a salir del paso cuando estamos muy perdidos). ¿Me merece la pena seguir eligiendo el movimiento como modo de vida? Pues de momento sí. Quizá es que todos estos viajes tienen el objetivo inconsciente de buscar eso que me falta: ese lugar que sienta por fin hogar. O no, y simplemente es que la adrenalina que me produce enfrentarme cada día a lo desconocido es demasiado deliciosa y mi cerebro ya la ha aceptado como droga favorita de todas las que existen sobre la faz de la Tierra.

Pero después pienso que lo importante estaba en lo sencillo: “all you need, you already have it” y quiero quemar todo esto, cerrar los ojos y simplemente dejarme envolver por el murmullo de pájaros que viven en mi jardín.

 

Marina. http://heyheyworld.com/dejar-de-viajar/

stjarna er draum

kion

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el dezechux ruido

Recitales 10

Paz y tranquilidad, sosiego.

Detenerse ante el ritmo trepidante de nuestra vida. Desacelerar el paso. Pararse en seco y, si es necesario, incluso desandar lo andado. Hasta donde haga falta con tal de ver con perspectiva.

Pararse a escuchar el rugido del mar, el bramido del viento o el latido del crepitar de una hoguera. Pararse para escuchar el susurro de las hojas y escarbar con los pies descalzos en la arena de la playa. Para sumergirse en las raíces de todo lo anterior, de todo lo que te rodea y de ti mismo.

La Tierra es eso. Las raíces en las que se sustenta todo. La mirada de los tejos ancianos que han visto más que nadie, el vértigo de asomarnos al vacio y la lentitud necesaria para contemplar la inmensidad tal y como se merece.

Alejarse de la inmediatez, observar, meditar, recomponerse un poco por dentro y admirar todo nuestro alrededor.

Tener el tiempo suficiente para valorar lo que tenemos delante, las personas a las que amamos, que nos cuidan y que, aunque a veces nos cueste, cuidamos.

La vida no es más que una apacible y sosegada armonía que necesita de esa lentitud para florecer, para formarse como tal.

Elegir la Tierra no es excluir al Agua, al Viento y al Fuego, sino aceptar una forma de acercarse a todos ellos. Con la mesura suficiente para vivir y apreciar cada momento.

La Tierra no es solo evitar el agobio abrasador de la ciudad, sino una posición enfrentada a esta vida, una lucha constante contra lo frenético y todos sus defensores.

 


Paz y tranquilidad, sosiego.

Detenerse ante el ritmo trepidante de nuestra vida. Desacelerar el paso. Pararse en seco y, si es necesario, incluso desandar lo andado. Hasta donde haga falta con tal de ver con perspectiva.

Pararse a escuchar el rugido del mar, el bramido del viento o el latido del crepitar de una hoguera. Pararse para escuchar el susurro de las hojas y escarbar con los pies descalzos en la arena de la playa. Para sumergirse en las raíces de todo lo anterior, de todo lo que te rodea y de ti mismo.

La vida es eso. Las raíces en las que se sustenta todo. La mirada de los tejos ancianos que han visto más que nadie, el vértigo de asomarnos al vacío y la lentitud necesaria para contemplar la inmensidad tal y como se merece.

Alejarse de la inmediatez, observar, meditar, recomponerse un poco por dentro y admirar todo nuestro alrededor.

Tener el tiempo suficiente para valorar lo que tenemos delante, las personas a las que amamos, que nos cuidan y que, aunque a veces nos cueste, cuidamos.

La vida no es más que una apacible y sosegada armonía que necesita de esa lentitud para florecer, para formarse como tal.

Elegir la vida no es rehuir de la muerte, sino aceptar una forma de acercarse a ella. Con la mesura suficiente para vivir y apreciar cada momento.

La vida no es solo evitar el agobio abrasador de la ciudad, sino una posición enfrentada a ella, una lucha constante contra lo frenético y todos sus defensores.

 

Dubhe

Relatos 22

Si me dejase llevar acabaría huyendo.

Andaría, primero girando de vez en cuando la cabeza como quien sospecha que algo peligroso pudiera estar acechándole, acechándome.

El pulso se me aceleraría y yo aceleraría el paso

El aire entraría en mis pulmones temeroso de salir de nuevo y entonces correría, correría a más no poder, correría sin rumbo si hiciera falta, correría asustada, aterrada, correría sin mirar atrás no porque no pueda ver si no porque no quiero ver

Buscaría un refugio en mi huida, buscaría un no-mirar sin necesidad de darme cuenta de que evito mirar.

Me sumergiría en el mundo de las distracciones, en el páramo de las autosobreprotecciones y negaría que aquí pasase nada.

Aqui no pasa nada y todo esta bien

Accedería a una piel que siempre fue mía y nunca antes tan ajena, para detener mi pecho y que ese miedo no derribara mi cuerpo y fingiría que nada incomodo transita por dentro

Aquí no pasa nada y todo esta bien

Me engulliría en las relaciones con las demás en un intento cutre de huir de mi misma, de sentirme un refugio, segura, mientras escapo. Buscando mi propia soledad en el encuentro con las otras, mientras escapo

Escapar, escapar siempre, escapar sin tregua como el automatismo de la que tiene hambre y come. Es desesperadamente agotador.

¿Y si me quedase? Y si en el hipotético caso de que se me ocurriese quedarme y me quedase, ¿qué pasaría?

¿Y si no huyese? Y si en el hipotético caso de que se me ocurriese no huir y no huyese, ¿qué podría pasar?

¿Y si no escapase? Y si en el hipotético caso de que…

Miedo a… miedo a derribar mi fantasía de monstruos y fantasmas que quieren dolerme y descubrir que el único fantasma que existe y me duele es el mio.

Miedo a… miedo a descubrir que escapo y huyo de mi

Miedo a… miedo a entender que me temo como nunca he temido a nadie en la vida

Miedo a generar luz y encontrarme con mis sombras

Miedo a no saberme tan buena, tan lista, tan buena samaritana.

Miedo a que no me de miedo mi parte más transgresora

Miedo a tener miedo

Pero, ¿sabes qué? Os he visto, a muchas de vosotras, mis sombras, os he visto y no me dais tanto miedo.

Es cierto que me violenta reventar muros

Es cierto que aun pudiendo me niego a coger un martillo y reventarlo todo para echaros a a patadas pero sin que apenas os dieseis cuenta me he acercado y he abierto una ventana

Quería miraros y al miraros he descubierto que también vosotras deseabais ser miradas

Y al miraros os he reconocido y me he sorprendido al descubrir que también vosotras necesitabais ser reconocidas

Y al encontrarnos cara a cara y respirar profundo me he dado cuenta de nuestras necesidades y no me ha dado nada miedo

Y que me esperaba un monstruo, un engendro, un demonio horrendo y aterrador y sin embargo os he visto tan bonitas y tan hermosas

He llorado escuchando nuestra historia y he hecho añicos mi fortaleza al veros tan vulnerables

Os he abrazado, a muchas de vosotras, mis sombras, os he abrazado y he descubierto que me necesitáis a mi tanto como yo a vosotras.

Y ya no quiero que os vayáis, no quiero que os vayáis y me dejéis sin historia.

Quiero que os quedéis, que os quedéis sin que me doláis tanto.

 

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